martes, 8 de diciembre de 2009

Sexto gesto: Medellín.

Hace unos días estaba haciendo una vuelta en el Éxito de Bogotá y me sucedieron una serie de cosas increíbles: hice 20 minutos de fila para pagar, llegué a la caja y la cajera me cerró la caja en la cara. Me armé de paciencia y empecé otra fila, que esta vez duró más o menos media hora: la cajera no sabía quitarle los pines de seguridad a los productos. Cuando por fin llegué, mi botella de aguardiente (antioqueño, por supuesto) parecía negarse a salir del almacén, la lucha por quitarle el pin de seguridad duró más o menos diez minutos más. Tuvo que venir un supervisor. Mientras el señor luchaba contra el aparato, la cajera continuaba registrando mi mercado: un mango, dos carambolos y seis limones. Pasó el mango, pasaron los limones y al llegar a los carambolos, no pudo registrarlos porque los “torombolos” no estaban en la lista de códigos de barras. Volví a armarme de paciencia, le expliqué que tal vez no aparecían porque se llamaban era carambolos. Salí del almacén, ya con un poco menos de ganas de tomarme la botella, y cuando quise bajar a la calle la escalera eléctrica del centro comercial no funcionaba. Resultado de ir a comprar una botella de aguardiente para tomarme con mis amigas: aburrición, ira y finalmente ganas de irme a casa, sin emparrandarme ni nada.

Y es que Bogotá es así. Hay días en que se decide a patearle el trasero a uno, en que se decide a hacerle olvidar porqué es que lleva cinco años viviendo allá y no se ha devuelto pal pueblo, se decide a borrarle a uno de la mente el momento en el que decidió vivir allá. Y es que a mí se me olvidó... Del todo. Y es que no es que estas cosas no sucedan en otras ciudades, suceden. Claro. Medellín a ratos también se ensaña con uno y Boston, ni se diga. Pero es que en Bogotá sucede más seguido.

Cuando llega diciembre y ya es hora de irse a casa. A mí me empieza a saber más a mierda Bogotá. Me quiero ir a ver a la familia y darle calor al alma (Bogotá le congela a uno el alma a veces). Este año las cosas fueron distintas. Llegó diciembre y yo no quería ir a casa. En Bogotá estaba saliendo el sol. Yo estaba sola y era feliz. Algunos de mis amigos no lo podían creer: era la primera vez que no había salido corriendo, en el instante en que salimos a vacaciones. Yo también me cuestioné bastante, lo pensé mucho y sin casi ganas compré un pasaje para venirme a casa a abrazar a la mamá el 7 de diciembre.

Son las seis de la mañana. Estoy acostada en la cama que me vio crecer, y todo acaba de ser muy claro. Estos últimos días me han dado unos ataques de adolescencia considerables, es como un retorno a los 14 años cuando tenía muuuchos problemas (ahora no tengo) como que un niño no me sacaba a bailar, o yo creía que estaba muy gorda, o el niño de turno me había dado un besito y se había desaparecido para siempre. El retorno es en general, en la vida. Pero en Medellín mi peor pesadilla se materializa. Ay, es que en Bogotá soy tan joven adulta, soy tan bien, tan cool, tan bonita, tan importaculista. Y en Medellín, acostada en esta cama me siento tan chiquita, tan insegura, tan bruta, y tan llena de esos mismos problemas que tenía a los 14 años... Y entonces pienso que mi problema no es con este pueblo. Amo este pueblo (con todos los problemas que puede tener), mi problema es con la vida: y es que odio volverme a acostar en esta cama sintiéndome como la misma niña, como si el tiempo no hubiera pasado y yo todavía fuera la misma imbécil que era cuando me importaban esas estupideces.