domingo, 27 de marzo de 2011

DÉCIMO NOVENO GESTO: Doña Bertica

Y recordando a mis padres en la historia universal del teatro, los griegos, que decían es bueno que de tanto en tanto las sociedades hagan catarsis llorando y llorando hasta tocar fondo para extraer lo mejor de uno mismo.
-Susana Rinaldi. Carta a Julio Cortázar.


El nombre de este gesto no dice nada. Para explicarlo tengo que hablar de nuevo de mi familia. Mi abuela, muy ella, derrama lágrimas porque sí, porque no y porque también. Si uno llega a visitarla y ella no lo esperaba, lágrima. Si habla con uno por teléfono, lágrima. Si uno no tiene trabajo, lágrima. Si uno se va, lágrima. Si uno le cuenta un chiste, lágrima. Si a uno le pasan cosas buenas, lágrima. Si pasan cosas malas, lágrima. No tengo muy claro quién exactamente quién es Doña Bertica, me imagino que es un personaje que llora mucho, porque cuando mi abuela derrama lágrimas, mi papá (muy él) le dice "Doña Bertica".

Las lágrimas de mi abuela (como todo lo que ella hace, ha hecho y hará) han dejado una huella muy grande en mi familia. Todos, hombres y mujeres, derramamos lágrimas tan fácilmente que cuando una persona empieza, los otros sin saber por qué está llorando, automáticamente lo seguimos.

Yo particularmente lloro por todo. De alegría, de rabia, de desespero, de tristeza, de angustia, de estrés, de nada. Hay días en que empieza a dolerme la garganta y ¡voilá! las lágrimas empiezan a salir. Para mí las lágrimas salen desde la garganta. Es extraño pero así funciona.

Ser lágrima fácil me ha traído problemas: a veces no puedo hablar en reuniones porque ya tengo la lágrima de José Miel tejiéndose en mi garganta y si respiro más de la cuenta para hablar, mágicamente empiezan a correr por mi cara y hago el ridículo. Casi nunca puedo controlarlas. Mi papá varias veces me ha dicho "hablamos, pero sin llorar" y yo simplemente no puedo.

En mis relaciones personales es aún peor. Siempre, siempre, sin excepción me dicen que no llore. Lo que no saben es que simplemente NO PUEDO. No es que esté muriendo de la infinita tristeza, o que me estén haciendo daño, o que tenga mucha rabia. NO. Es que hay temas que me sacan las lágrimas porque sí. Un día lloré hablando de Café (sí, la telenovela, ¡mal!). Los temas no tienen que ser profundos o importantes como ven. Solo lloro porque a mí llorar como que me desahoga, y si se han sumado factores que me dan ganas de llorar y no he llorado en el momento apropiado, peor. Lloro y lloro como una Magdalena (¿la Magdalena lloraba? tampoco sé) y sé que quien esté conmigo se siente incómodo pero juro que no soy capaz de controlarlo, es como un pequeño ser que llevo adentro que me hace llorar cuando a él le da la gana.

domingo, 13 de marzo de 2011

DÉCIMO OCTAVO GESTO: El domingo

-No day but today.
Johan Larson.

Los domingos siempre han sido días difíciles. Un domingo si no hay nada para hacer, mal. Si hay que trabajar, mal. Si hace sol, mal. Si llueve, peor. La angustia de domingo es un mal que aqueja a la gran mayoría de las personas, sin mucha discriminación.

Mi papá, en una metáfora que siempre me ha parecido curiosilla, decía que el para él el pitazo del árbitro dando por finalizado el fútbol de domingo, significaba el comienzo de la agenda del lunes. A mí la angustia de domingo siempre me ha aquejado (¡ni más faltaba!) pero hoy tomó dimensiones muy considerables. Los cuestionamientos llegaron muy muy lejos.

La angustia de hoy no es por no tener nada que hacer, ni mucho que hacer, ni porque llueva, ni porque haga sol. La angustia de hoy es porque el domingo se va a acabar y va a dar paso al lunes de la que probablemente será una de las semanas más difíciles de mi vida. Y seguro que me estoy sobreactuando como siempre. Pero es que cuando uno tiene un trabajo de mierda...

Los problemas empezaron hace siete años. Un día abrí los ojos para darme cuenta de que había abandonado la idea de ser artista para vivir la vida simple del profesional en ciencias sociales. Como todavía me creía muy alterna para estudiar derecho, entonces me decidí a estudiar ciencia política (la verdad no tenía ni media idea de qué se trataba o con qué se comía). Empaqué maletas y me vine a la capital. Entré a una Universidad prestigiosa y de pronto me di cuenta de que si bien todavía no sabía con qué se comía, la ciencia política me salía muy fácil. Como por ósmosis. Estudié. No voy a decir que no. Me esforcé y cinco años después me gradué con un cartón que decía en letra elegante: POLITÓLOGA (seguía sin saber de qué se trataba). Y entonces una serie acontecimientos sin importancia, se convirtió en el motivo de todos mis dolores de cabeza.

De pronto, otro día abrí los ojos. Ya no por cuenta propia, sino por causa de un despertador. En piloto automático, me metí a la ducha y cuando salí, me di cuenta de que no podía ponerme jeans y que tenía que dejar mi chaqueta de cuero para el viernes. Y que no había tiempo ni pa café. Y que tenía que meter a mi pelo crespo en cintura de alguna manera. Seguí en piloto automático. Llegué a una oficina en donde mi cartera tuvo que pasar por dos cordones de seguridad. Subí y me senté en mi puesto. Y era tan familiar. Había papeles con mi letra por todos lados. Y tenía un listado enorme de cosas por hacer. Y entonces todo fue muy claro: TENGO UN TRABAJO DE MIERDA.

Se me olvidó que quería cambiar el mundo. Se me olvidó que quería escribir. Se me olvidó que quería ser libre. Se me olvidó que odiaba las oficinas. Se me olvidó que quería tener mi propio parche. Se me olvidó que a mí nadie me grita. Se me olvidó que yo soy muy inteligente como para estar escribiendo cartas. Se me olvidó que quería leer. Se me olvidó todo.

Este fin de semana hizo un mes de esta revelación. Y yo todavía no he hecho nada. Lo único que he hecho es estar tirada en esta cama, todo el domingo, mirando pasar el tiempo y tratando de disfrutar cada minuto que tengo antes de tenerme que volver a poner el disfraz de politóloga, ahora más que nunca ignoro eso qué significa.