"Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa (...)" -Rayuela, Capítulo 93.
Quienes me conocen, saben que de un tiempo para acá ando con el cuento de encontrar el amor que me dé los mil ojos de argos. La idea, como muchas de mis ideas, la saqué de Rayuela. Rayuela, como ya lo he dicho en otras ocasiones es mi libro favorito. Casi una Biblia. Como todo, he peleado con él, lo he tirado a la basura, he jurado que nunca más voy a abrirlo... Pero siempre, siempre, siempre vuelvo, lo abro y encuentro en él algo maravilloso. Esta vez le tocó el turno al amor. Yo ya andaba algo decepcionada de todo el cuento del romanticismo barato. De hecho en alguna entrada en este blog ya había tratado el tema con sumo desprecio e ironía.
Y entonces ocurrió lo impensable: la vida me enseñó que así me crea demasiado inteligente para las aproximaciones romanticonas, siempre hay que rasgar vestiduras un poco, derramar una que otra lágrima, tomarse varios tragos a nombre de un amor perdido y hacer el ridículo de vez en cuando. Describir la experiencia a profundidad no vale la pena. Sería buenísimo que yo supiera escribir guiones, creo que la película podría ser una comedia divertidísima. El público reiría a carcajadas, lo sé. Lo que sí vale la pena decir, definitivamente, es que el amor de los mil ojos de argos llega a veces disfrazado de otras cosas.
Ahora bien, me pueden decir que estoy atrapada en el amor de libro. Me declaro culpable. Lo estoy. Y no sólo en el amor de libro. También sirve amor de canción, de película, de cuadro, de cualquier medio narrativo que saque al amor de sus escenarios convencionales. Me explico. Cuando hablo del amor de libro, ni por un segundo me refiero al amor de telebobela, que triunfa sobre los malos y que sufre cantidades, para al final proporcionarle felicidad y riqueza a los implicados. No me refiero tampoco a Rapunzel en su torre, esperando ser rescatada por el príncipe azul. Me refiero a otro tipo de amor. Amor del que rasga vestiduras, del que no deja respirar, del que es tan extraño que difícilmente puede tener explicaciones coherentes; no es "me gusta porque tiene el pelo rojo", es "me gusta y no sé por qué", es un amor que no es de llenar requisitos, no tiene límites, no hay razones, no se puede pensar, no hay explicaciones, no hay nada más que ganas de verse, de tocarse... entre otras. Lo más importante de este amor es que al principio, dolerá. Dolerá acostumbrarse a que es extraño. Dolerá ceder ante la eventualidad de no estar juntos. Dolerá sentir que se ha dejado ir por no saber que ese era. Dolerá cuando uno se da cuenta de que probablemente uno no le está dando los mil ojos de argos al otro. Dolerá ver al implicado cogido de la mano por la calle con otra. Dolerá sentirlo lejos. Dolerá profundamente cuando se cae en la cuenta de que no es correspondido.
Dolerá. Dolerá mucho. Pero si se logra superar ese dolor (porque nadie se ha muerto de amor), llegará el momento en el que el amor le dé los mil ojos de argos. Le enseñe a ver que hay otras maneras de querer. Yo por ejemplo, me di cuenta de algo muy bonito: el amor de libro se me fue convirtiendo en un fantasma. Es como si siempre estuviera ahí. Todos los días pienso en él. Se me cuela en todas partes. Pero para salir del periodo de negación (cuando uno no quiere saber nada del sujeto, supuestamente), y para evitar que se teja el nudo en la garganta cuando por cualquier motivo surgen situaciones relacionadas con él, lo que hice fue escribirle. Escribirle cartas larguísimas. Unas con rabia, unas arrepentimiento, unas con un poco de todo. Nunca se las entregué. Tal vez nunca lo haga. Pero la vida me ha enseñado que haber sentido eso, tan fuerte, tan irracional, aunque fuera sólo un momentito ha valido la pena. Me hizo sentir viva. Me hizo dejar atrás cosas que no quería. Me da autoridad para hablar sobre el tema con los demás. Además, me enseñó a escribir cartas, algún día puede ser que haga algo con ellas. Y como si fuera poco, me sirvió para escribir esta entrada de blog.