lunes, 25 de octubre de 2010

DÉCIMO QUINTO GESTO: Del amor fantasma (o la segunda parte de los mil ojos de argos)

Que aunque parezca extraño
Te quiero devorar.
-Tu silencio. Bebe.

El otro día buscando verdades para explicar mis angustias, tuve una revelación: para poder escribir necesito un amor frustrado. Generalmente, las verdades tienen la función de dejarlo a uno más tranquilo, pues explican bien toda una serie de cosas que uno tiene adentro. Pensé que mi amor frustrado, me lo había inventado como recurso para escribir. Un poco a manera de (aunque odio profundamente la expresión porque me parece mañé) "musa". Pasaron varios días. Días en los que respiré más tranquila y escribí muchísimo.

Después hablé con un amigo que había leído la primera parte de los mil ojos de argos. "¡Claro!" me dijo, "el concepto del amor fantasma es perfecto". Me emocioné mucho. Hablamos por horas del amor fantasma. Teorizamos al respecto de la sensación de posibilidad. Le dimos características al amor fantasma. Concluimos muchas cosas, entre ellas una muy importante: el amor fantasma no es fantasma porque se haya muerto. El amor fantasma, es fantasma porque todavía no ha sido visto. Entonces, quedé aun más tranquila. Estaba feliz con mi amor fantasma que me servía para escribir.

¡Pobre pendeja! yo dándomelas de escritora. Yo creyendo que todo vale la pena, si de eso ha de salir un buen texto. Yo haciéndome el pajazo mental de que nada importa, de que en realidad el corazón lo tengo roto para poder escribir, de que oigo canciones hasta la saciedad sólo para alimentar mi amor fantasma, y sentarme a poner palabras en algún papel. Tan ingenua que soy: si escribir siempre he podido. Y a quien engaño, cuando perfectamente sé que si me dijeran que mi amor fantasma se materializará un segundo, a cambio de nunca volver a escribir (si, así como la Sirenita), sin pensarlo dos veces, lo haría. Mandaría todo al carajo y me iría detrás de él.

De todas maneras, al menos por ahora, con el fantasma me conformo.


miércoles, 20 de octubre de 2010

DÉCIMO CUARTO GESTO: De los deseos...

"You can't always get what you want
And if you try sometime you find
You get what you need"
-The Rolling Stones.

Yo quiero un hombre que sea tierno, pero no empalagoso.
Yo quiero un hombre que sea adulto, pero no aburrido.
Yo quiero un hombre inteligente, pero no serio.
Yo quiero un hombre con buen humor, pero no un payaso.
Yo quiero un hombre que sea detallista, pero no forzado.
Yo quiero un hombre que sea un caballero, pero no machista.
Yo quiero un hombre que sea atractivo, pero no vanidoso.
Yo quiero un hombre que sea seguro, pero no pedante.
Yo quiero un hombre que sea encantador, pero no mentiroso.
Yo quiero un hombre que sea trabajador, pero no empeliculado.
Yo quiero un hombre que sea leal, pero no fiel.
Yo quiero un hombre que sea un misterio, pero no un visaje.
Yo quiero un hombre que sea pícaro, pero no malicioso.
Yo quiero un hombre que sea buen polvo.
Yo quiero un hombre que me escuche, pero con atención.
Yo quiero un hombre que me admire, pero profundamente.
Yo quiero un hombre que me acaricie, pero con todas las ganas.
Yo quiero un hombre que me bese, pero como si no hubiera mañana.
Yo quiero un hombre que me acompañe, pero que no me atormente.
Yo quiero un hombre que me quiera, pero sin ninguna duda.

domingo, 17 de octubre de 2010

DÉCIMO TERCER GESTO: De la normalidad

Nobody realizes that some people expend tremendous energy merely to be normal.
-Albert Camus.

He descubierto que actuar como un ser humano normal, no es tan fácil. Como todo, ha sido bien importante para mí ser diferente. Y no es que me crea alterna, ni muy rara, ni nada de esas pendejadas. Es que para mí es importante cuestionar las convenciones sociales, vivir de acuerdo a las que encuentro útiles y mandar al carajo las que no.

El otro día hablaba con alguien. Me dijo "deberías hacer un ejercicio de normalidad". Lo hice. Respeté las reglas de las buenas costumbres, tuve comportamientos dignos de mi mamá (en entradas anteriores he dicho que mi mamá es un estandarte de las buenas costumbres), fui madura, seria, responsable, entre otras cosas que me costaron muchísimo esfuerzo.

Evidentemente el ejercicio no duró mucho. Pero logré concluirlo como una princesa. Salí airosa de los dos días y medio en los que me propuse ser una señorita de bien. Ahora que se acaba el ejercicio y puedo volver a ser yo, he podido llegar a unas conclusiones que encuentro bien esperanzadoras.

Primero, las "buenas costumbres" son para cobardes. ¿Qué puede tener de bueno sonreír cuando uno no quiere, o saludar y ser efusivo cuando no le nace, o reprimirse de hacer lo que uno quiere?. Según lo que me ha enseñado la vida eso es hipocresía, falsedad de la más ruin. Prefiero mil veces pasar por maleducada, por petulante, por inmadura, por lo que sea, que volver a hacer buena cara cuando lo que tengo es unas ganas incontrolables de salir corriendo.

Segundo, la gente que se cree muy normal vive muy maluco. Caer en esos juegos de hipocresía mencionados anteriormente, hace que la gente que supuestamente es muy normal, cuando se toma dos tragos o altera sus sentidos un poco, vuelva a ser "anormal" y entonces vienen los ataques de honestidad y los problemas al otro día. Cuando se llevan las manos a la cabeza y le quieren pedir perdón a todo el mundo.

Tercero, la normalidad es muy aburrida. Rasgar vestiduras y actuar por impulso e instinto, hace parte de la vida. La hace más interesante, más bonita, facilita respirar, hablar, sonreír. Cuando uno guarda todos sus sentimientos, impulsos e instintos en virtud de la normalidad, se le pierden. Después uno va a buscarlos y se le olvida dónde los guardó. Y si nunca logra encontrarlos, entonces llega la desgracia. Y me refiero a la desgracia en su cuarta acepción: pérdida de gracia. Cuando una persona pierde sus instintos o impulsos o sentimientos, pierde su gracia. Y entonces deja de ser tan interesante. Pierde su humanidad un poco.

Así pues, con estas tres conclusiones vuelvo a estar tranquila. No porque sea muy diferente o muy anormal, sino porque vivo como me da la gana, de acuerdo a lo que me da la gana, pero sobretodo porque vivo con todas las ganas de las que soy capaz, con todos los problemas que eso pueda traerme.

lunes, 11 de octubre de 2010

DÉCIMO SEGUNDO GESTO: Amor que me dé los mil ojos de Argos

"Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa (...)" -Rayuela, Capítulo 93.

Quienes me conocen, saben que de un tiempo para acá ando con el cuento de encontrar el amor que me dé los mil ojos de argos. La idea, como muchas de mis ideas, la saqué de Rayuela. Rayuela, como ya lo he dicho en otras ocasiones es mi libro favorito. Casi una Biblia. Como todo, he peleado con él, lo he tirado a la basura, he jurado que nunca más voy a abrirlo... Pero siempre, siempre, siempre vuelvo, lo abro y encuentro en él algo maravilloso. Esta vez le tocó el turno al amor. Yo ya andaba algo decepcionada de todo el cuento del romanticismo barato. De hecho en alguna entrada en este blog ya había tratado el tema con sumo desprecio e ironía.

Y entonces ocurrió lo impensable: la vida me enseñó que así me crea demasiado inteligente para las aproximaciones romanticonas, siempre hay que rasgar vestiduras un poco, derramar una que otra lágrima, tomarse varios tragos a nombre de un amor perdido y hacer el ridículo de vez en cuando. Describir la experiencia a profundidad no vale la pena. Sería buenísimo que yo supiera escribir guiones, creo que la película podría ser una comedia divertidísima. El público reiría a carcajadas, lo sé. Lo que sí vale la pena decir, definitivamente, es que el amor de los mil ojos de argos llega a veces disfrazado de otras cosas.

Ahora bien, me pueden decir que estoy atrapada en el amor de libro. Me declaro culpable. Lo estoy. Y no sólo en el amor de libro. También sirve amor de canción, de película, de cuadro, de cualquier medio narrativo que saque al amor de sus escenarios convencionales. Me explico. Cuando hablo del amor de libro, ni por un segundo me refiero al amor de telebobela, que triunfa sobre los malos y que sufre cantidades, para al final proporcionarle felicidad y riqueza a los implicados. No me refiero tampoco a Rapunzel en su torre, esperando ser rescatada por el príncipe azul. Me refiero a otro tipo de amor. Amor del que rasga vestiduras, del que no deja respirar, del que es tan extraño que difícilmente puede tener explicaciones coherentes; no es "me gusta porque tiene el pelo rojo", es "me gusta y no sé por qué", es un amor que no es de llenar requisitos, no tiene límites, no hay razones, no se puede pensar, no hay explicaciones, no hay nada más que ganas de verse, de tocarse... entre otras. Lo más importante de este amor es que al principio, dolerá. Dolerá acostumbrarse a que es extraño. Dolerá ceder ante la eventualidad de no estar juntos. Dolerá sentir que se ha dejado ir por no saber que ese era. Dolerá cuando uno se da cuenta de que probablemente uno no le está dando los mil ojos de argos al otro. Dolerá ver al implicado cogido de la mano por la calle con otra. Dolerá sentirlo lejos. Dolerá profundamente cuando se cae en la cuenta de que no es correspondido.

Dolerá. Dolerá mucho. Pero si se logra superar ese dolor (porque nadie se ha muerto de amor), llegará el momento en el que el amor le dé los mil ojos de argos. Le enseñe a ver que hay otras maneras de querer. Yo por ejemplo, me di cuenta de algo muy bonito: el amor de libro se me fue convirtiendo en un fantasma. Es como si siempre estuviera ahí. Todos los días pienso en él. Se me cuela en todas partes. Pero para salir del periodo de negación (cuando uno no quiere saber nada del sujeto, supuestamente), y para evitar que se teja el nudo en la garganta cuando por cualquier motivo surgen situaciones relacionadas con él, lo que hice fue escribirle. Escribirle cartas larguísimas. Unas con rabia, unas arrepentimiento, unas con un poco de todo. Nunca se las entregué. Tal vez nunca lo haga. Pero la vida me ha enseñado que haber sentido eso, tan fuerte, tan irracional, aunque fuera sólo un momentito ha valido la pena. Me hizo sentir viva. Me hizo dejar atrás cosas que no quería. Me da autoridad para hablar sobre el tema con los demás. Además, me enseñó a escribir cartas, algún día puede ser que haga algo con ellas. Y como si fuera poco, me sirvió para escribir esta entrada de blog.